
En mi larga estancia por tierras trujillanas tuve la oportunidad de sentir lo que muchos mueren por sentir: la felicidad. Es que en mi infancia pasé momentos poco olvidables y aún con mi sutil condición económica pude comprobar que para ser feliz no es necesario tener un sólo mango en el bolsillo.
Aunque confiese que soy hincha de Sporting Cristal, quien me dio el placer de ver por primera vez fútbol en vivo fue el Carlos A. Manucci de Trujillo. Si señores, la hasta hace poco apacible capital de la primavera, tuvo en Manucci al equipo con más arraigo por esas tierras.
Recuerdo que los partidos se jugaban a las 4 de la tarde, con un sol espectacular y el Mansiche lleno de bote a note. Salía de mi casa sin permiso a las 3, cogía un ENATRU que me dejaba gratis en la puerta del estadio, le hablaba al chofer y me decía que vaya hasta el fondo del micro, donde todos los escolares se sentaban a joder... luego formaba una colita y a la voz del Boqui (jefe de barra Carlista) nos disponíamos a entrar haciendo bastante bulla.
Qué trinchera, comando ni que ocho cuartos, esa era la barra, compuesta por 60 personas que alentábamos sin parar hasta -los 15 minutos del primer tiempo- que me quedaba sin voz y con los dedos chancados como verán más adelante.
Comenzaba el partido y la tribuna era un espectáculo aparte, reventaban los cuetones en el baño, pasaban delante tuyo los maniceros y vendedores de gaseosa tapándote las mejores jugadas, habían goles, bastante lisura y Oscar Ibáñez empezaba a destacar en el fútbol peruano. Siempre los mismos personajes, con distintos apellidos pero los mismos siempre.
Mi función en la barra era simple y llena de diversión, a la entrada nos daban dos tablitas para sonarlas fuerte al compás de los cánticos en el partido, así que no era dificil reventarme los dedos en el intento. Una banda de músicos tocaba marinera en la tribuna del frente y pese al arroz con mango musical el ambiente pelotero se vivía a 1000.
Los clásicos "oles" y "fuerza manucci" o el "fuera mierda" ante una falta eran mis frases favoritas, no es que las decía en todos lados, sino que en la barbarie del fútbol y ante el condicionamiento de los resultados en contra todos aprendían "frances" del fino.
En el entretiempo saboreaba los anticuchos de pancita al costado de un tumulto de gente. Hasta ahora me pregunto ¿cómo diablos quedaban vacías las tribunas en el descanso?; ¿cómo hacían para entrar todos los espectadores en los pasillos y el baño?.
En el estadio no conocía el nombre de nadie, tenía memorizado las caras de todos los barristas pero de allí a saber como se llamaban era medio dificil. Lo único malo de las barras, a nuestra edad, era que en cada gol del equipo local aparecíamos por el piso. La avalancha de gente simplemente no respetaba nada.
Aún así, todo era felicidad. Sin un sol en el bolsillo pero henchido de satisfacción por aprovechar un domingo de esa manera regresaba a casa dispuesto a recibir el castigo por creerme independiente a los 12 años. Mamá nunca me levantó la mano, pero los zapatasos que me lanzaba dolían más.
Yo por dentro sólo atinaba a decir: ouch como duele pero que tal golazo de Juan Caballero... ouch me sigue doliendo pero que tal atajadon de Ibañez... ouchhh, fuerza milo... Fuerza Manucci.